viernes, 26 de noviembre de 2010

Noble Doña Gusana

Noble Doña Gusana
"He aquí una espléndida revolución,
si sólo tuviéramos perspicacia para observarla."
Hamlet

Mi primera muerte fue en mi cumpleaños número ochenta. Llevaba planificándolo desde mis veinte años. Amanecí coherente, viví coherente, la locura nunca fue un diagnóstico médico. A los ochenta había escrito ya mis obras, tenía una reputación respetable y las discusiones que había propuesto ya habían sido superadas por mucho, seguía contando con los beneficios que la intelectualidad me había proporcionado.
Gozaba de salud, tenía una vida construida exactamente como había querido, caminándola, completamente mía.
Recolecté los libros de la casa, leí algunas citas, puse muchas películas simultáneamente, encendí un cigarro, abrí una botella de rompope, y tiré varias docenas de fotos en el piso. Puse música, un poco de todo. Monté el escenario.
Preparé la cuchara, encendí la vela, llené la jeringa, agarré una cinta, la até a mi brazo.
Morí de sobredosis a los ochenta años. Mi esposa me encontró muerto, con la aguja clavada en el brazo, con la casa tirada. La fiesta de esa noche no se llevaría a cabo.
Las preguntas en el funeral se dirigían a la razón de mi muerte.
El velorio fue brutal, entré en mi ataúd con la marcha funebre de Chopin, terminando sonó Oiga doctor de Sabina, todo el velorio tuvo música de fondo, temas elegidos por mí para mi velorio.
Mi esposa respetó todo lo que le escribí en la nota de la cocina, desde que leyó esta narración supo que iba en serio, supo que así tenía que ser.
Mis nietos comentaron en la escuela que su abuelo había muerto de sobredosis, los periódicos hablaban de suicidio.
Desde los veinte años decidí que iba a morir justo cuando yo quisiera morir, en la edad de los grandes. No era suicidio.
Quería vivir la sensación de morir por sobredosis. Mi vida estaba completa.

Mi segunda muerte fue en cualquier momento, me tiré de un edificio de treinta y cuatro pisos. Mientras caía grité: no caigo, vuelo.

Mi cuadragésima octava muerte fue en una ruleta rusa, conseguí un revolver y lo llené, morí al primer disparo, mi nuca se destrozó cuando la bala entró por la boca.
Mi cuerpo se quemó y se redujo a cenizas en el crematorio.
Mis padres lloraban, mis amigos no lo entendían, como era posible que una persona tan alegre y con tanta vida por delante hubiera decidido suicidarse.
Resulta que no era tan alegre. Sólo veía la muerte por delante.

Mi duodécima muerte fue inesperada, lejos de todos mis conocidos.
Cuando por fin lograron traerme al país, mi cuerpo ya estaba en un estado de putrefacción inconcebible.
La marcha triunfal de Aida sonaba en el entierro. El ataúd era una simple caja de madera.
Me enterraron sin velorio.
En la lápida se lee aún: Muerte, nos lo arrebataste inesperadamente. Te extrañaremos.
Mi familia se enteró que en ese viaje había conocido a mi hijo, tenía ya veinte años.
La historia era simple, en un viaje de cuando tenía treinta y un años estuve saliendo con una chica. Ella sabía que yo no quería tener hijos ni casarme, al parecer el enamoramiento fue tal que decidió embarazarse de mí antes de partir. El niño creció sin rencor hacía su padre, su madre nunca habló mal de él.
Yo había regresado a dar una conferencia y terminando un chico se presentó como mi hijo. Todo coincidía. Ese día platicamos por horas. Saludé a su madre.
En la plática le comenté a mi hijo que en mi velorio quería que sonara Verdi con sus trompetas.

La muerte del verano siguiente fue en la selva. Estaba en mi edad madura, me despidieron del trabajo y había pasado varios años buscando un nuevo empleo.
Las letras me mandaron a la selva. Ahí logré construir una especie de refugio sobre los árboles.
En las noches escuchaba ruidos desconocidos para cualquier citadino. Me acostumbré al calor y a la humedad de la selva más por necesidad que por gusto.
Hacía fogatas en lo alto del árbol, comía insectos y algunas frutas de los árboles.
En mi luna llena saqué de mi mochila una caja, la abrí. Había un "gato risón", mi dedo índice se posó sobre su sonrisa y adhiriéndose a ella lo llevé a mi lengua.
Guardé todas las cosas, apagué bien las brasas. Observé al sol por última vez, miré cómo se iba hundiendo en el horizonte mientras el canto de pájaros y demás ruidos de alimañas llenaban el ocaso.
Pasados aproximadamente treinta minutos, descendí del árbol.
Las ramas empezaron a divertirse, a pintarse de morado, las hojas de azul. Las hormigas caminaban en dos patas, los moscos inyectaban mercurio, sonidos de tambores martillaban la tierra. La selva estaba constituida en miles de colores.
El viento suturaba mis pulmones, mis pies andaban en materia húmeda, pastosa, hecha de gelatina. Las plantas me ladraban al pasar.
Platiqué sobre el futuro y las posibilidades del individuo mientras las navajas caían del cielo, recordé la insuficiencia de la naturaleza en la ciudad cuando tres millones de monos me aventaron frutas podridas y nueces. Perdí la apuesta de vuelo contra un murciélago.
Un gato de patas coloradas, lengua verde y sonrisa negra me comentó que la característica de lo tangible se pierde en la contingencia, que el cielo se convierte en un paralelepípedo siempre que las curvas ascendentes completen sus emisiones en aromas. Le respondí que sí.
Me arranqué las botas, me quité el dedo, rompí mi quijada, perforé mi riñón, coagulé mi cerebro, corté mis aletas. En el último respiro me puse a cantar, suavecito, ligeramente, cerré los ojos, y vi, dentro de mis párpados, explosiones en todos los sentidos, lágrimas expansivas, sinfonías al tacto. Sentí sus garras y sus colmillos.
Dejé todo.
Lo dejé en el canto de las letras. Nadie te creería.

Mi última muerte aún no sucede.
La espero ansioso.


Mi muerte quinientos trece sucedió volando, algún hombre logró verme y decidió que tenía que cazarme.
Fue una persecución de meses. Al principio sólo había detectado la zona en la que estaba, la tecnología le ayudo a encontrarme. Localizó mi isla, vio los mundos que interactuaban, descubrió a todos los dragones, las rutas de los viajes compartidos. Conoció de cerca los medios en los que se organizaba la isla. Los aspectos de los distintos dragones, conoció a las hadas, a las mariposas, a los cuyos, a las serpientes, a los pájaros, a las cochinillas, a los cerdos, los pescados y los demás animales que habitaban ahí, identificó que existían otros espacios parecidos a mi isla, de repente jardines, en momentos infiernos, a ratos libros. Espacios en el espacio.
Él empezó la cacería y juntó hombres para seguir con la guerra cuando todos los seres fantásticos nos rebelamos.
En la cima de la montaña se encuentra una inscripción:

Los Hombres matan dragones, los Hombres matan todo.
No dejemos que nos maten. ¡Muramos!
Revolución Fantástica

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